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lunes, 4 de marzo de 2013

¿Tienes cinco duros? La época dorada de los salones recreativos y arcades

04 de marzo de 2013 | 11:27 CET Compras in-app, modo cooperativo, multijugador, el botón share de la PS4 para mostrar tus habilidades en las redes sociales… Qué nuevo parece todo eso, “son modas”, dicen algunos jugadores, “eso no es jugar”, “pagar por poder avanzar, ¿quién va a quererlo?“…
Todo esto ya ha pasado y volverá a pasar. En el principio, los videojuegos fueran multijugador, nos hacían tragar con microtransacciones y tenían todo tipo de trofeos y retos. Los más de 20 años de hegemonía absoluta de las consolas puede que hayan borrado aquello, pero hasta casi finales de los 90 un par de generaciones de jugadores se criaron con los arcades… o, como les llamamos en España, los recreativos.



                  La hegemonía de la moneda de cinco duros


  


Para muchos de los que fuimos niños y/o adolescentes en los 80 y nos pasamos en ellos horas y horas, los recreativos forman parte de una especie de Arcadia, un lugar de poderosas connotaciones con el que los poetas de hoy en día podrían hacer una especie de Beatus Ille de la era gamer.
Sin embargo, la realidad era mucho menos poética y pulcra. Quizás no tanto en las grandes salas recreativas, aquellas que estaban en los centros neurálgicos de las ciudades y que siempre tenían las últimas máquinas, los modelos más recientes y disponían de espacio amplio para los jugadores (a veces, compartiéndolo con las tragaperras). En las grandes ciudades incluso compartían espacio con boleras. Pero el recreativo de barrio era mucho más mundano.
La estructura típica de éste era la de un local bastante desnudo de decoración, con poca luz artificial (supuestamente, así podías concentrarte mejor en la pantalla) y con las dos paredes laterales llenas de máquinas en hilera. Tenía generalmente cerca de la puerta el lugar del encargado, donde también cambiábamos las monedas y los billetes por la hegemónica de cinco duros con la que jugábamos en casi todos los juegos.
Al fondo es donde solían colocarse los casi indispensables futbolines, lo que provocaba numerosos paseos del encargado cuando alguien volcaba uno de ellos para sacar la bola, y los menos comunes billares. Pinballs (petacos, como se conocían por aquí) y, si el local era de semi-qualité, una jukebox eran complementos de esos lugares espartanos donde lo único que importaba era meter cuantas más máquinas mejor en el poco espacio disponible.
No, no eran como pintaríamos la Arcadia, pero eran lugares donde un niño podía ser muy feliz, por más que recuerde sus paredes desconchadas, sus gritos y sus macarras (más sobre esto luego). Había hasta humo, algo impensable teniendo en cuenta que eran lugares infantiles/juveniles y que hoy ya se ha eliminado de cualquier bar.

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